martes, 9 de julio de 2013

Ojos negros...

En mi vida, la muerte ha sido siempre algo tan cercano como el aire que me rodea. Con 4 años conocía bien el significado de palabras como espirar, fenecer, fallecer y morir. Entendía que no era dormir para siempre como me intentaron explicar al principio mis padres. 
No entraba dentro de la lógica que yo no pudiera ver a mi abuela sólo porque estuviera durmiendo. No tenía sentido que fueran a visitarla a un parque con nichos y con árboles altos y tristes que parecían querer escapar de la tierra (ahora me encantan los cipreses).
Entonces me explicaron lo que yo ya había leído por mi cuenta en los cuentos de Shakespeare. Entendí con todo el dolor el sacrificio inútil que Romeo y Julieta habían perpretado. Y lloré por la gente que, queriendo vivir, dejaba este mundo obligados por un accidente, enfermedad o por las manos de otros...

Aun con todo el dolor que significaba la muerte, en mi cuerpecito albergaba la esperanza de que simplemente el cuerpo muriera, que la mente y el ser de la persona fallecida escaparan en ese último suspiro, como cuando de pequeña soñaba que por un pinchacito en el ombligo, mi aire escapaba llevándose todo lo que soy y dejando sólo una piel vacía, un traje arrugado que ya no me pondría más…

Con estos pensamientos y sentimientos, fui creciendo, escuchando y aprendiendo lo que sobre la vida y la muerte como otro paso más y sin miedo, por inconsciencia o por asunción, todos nos dirigíamos a ese momento.

Ahora os estaréis lamentando por haber empezado a leer, pero para contar uno de los sucesos más extraños de mi vida adulta, necesitaba poneros en antecedentes de mi forma de pensar, sentir y vivir la muerte. Para el que haya aguantado hasta aquí, bienvenido y apalancaos al cojín que tengáis más cercano.

Ojos negros.

Despertar de un sueño de campanas que doblan llorosas para descubrir que el teléfono fijo grita haciendo añicos. Sé quien es...
-Sólo puede ser tu madre a estas horas, Juan.
-Ya voy-dice aún dormido.
Toca pasar por encima de su cuerpo y descolgar.
-¿Sí?...Hola, Clara...Sí, vamos a recogerte en cuanto tu hijo se despierte—mirada furibunda al durmiente— Bien, hasta luego.
-Podrías haberme dicho anoche que había que acompañar temprano a tu madre para ver como está el abuelo.
-¿Había quedado con ella?—dice con un ojo semiabierto


El olor de la jara de la autovía en ese mes de mayo me devolvía a mis paseos por el campo buscando margaritas, mis sentidos siempre al auxilio de mi mente agobiada por la realidad, una realidad que me llevaba a visitar a un anciano agonizante al que apenas conocía, al que me unía el dolor de su hija y su nieto, mi futuro marido.

Nunca me gustó el sonido de mis pasos en suelos de hospital, gomosos, con leves chirridos, me recordaba al silencioso paso de la muerte, al roce de sus huesos desnudos, hasta su olor llenaba los pasillos mezclado con el alcohol medicamentoso.

Al alcanzar la habitación del abuelo, un silencio, ese olor penetrante y una cama vacía. Yo ya sabía…
-¿Se lo habrán llevado a hacer pruebas?–dijo Juan.
Mi futura suegra me sujetó el brazo y sus temores me traspasaron de lado a lado.
Yo sabía…

De vuelta al pasillo gomoso, en mi cabeza flashes de "La milla verde" mientras los dedos temblorosos de Clara me traspasaban el brazo y al fondo el mostrador de las enfermeras. A cada paso que daba, más pesado se volvía el cuerpo de Clara, como si quisiera retrasar lo que ella y yo sabíamos. 

-Buenos días, venimos a ver al paciente de la habitación 181. ¿Saben si..
-Ha muerto esta mañana, ¿son familia?

Golpe seco, Clara y yo en el suelo, ella por la gravedad, yo arrastrada por la inercia. Juan echándole en cara a la enfermera su falta de tacto mientras otras enfermeras que pasaban me ayudaban a levantarme y subían las piernas de la desmayada. 

¿Y eso es la muerte? –pensaba yo al ver el cuerpo del abuelo en esa camilla metálica dentro de la nevera. Un cuerpo desnudo, pálido y huesudo bajo una sábana fina. Cuando dicen que la muerte nunca puede ser digna, tienen razón. 
Mientras tanto, carroñeros varios se lanzaban sobre la afligida familia, en este caso sobre Juan el único que mantenía la cabeza fría, ya que con Clara no se podía contar sumida en lágrimas, en frases cortas de incredulidad, en un duelo profundo del que tardaría en despertar.

-¿Tienen seguro de muertos? 
-Sí, ya hemos llamado.
-¿Quieren ir mirando ataúdes? ¿Va a ser incieración o tienen ya nicho? 
-Ya me dirán los del seguro que puede permitirse, pero el velatorio sé que será en casa. 

No pude evitar darme la vuelta al oír eso. ¿Velatorio en casa? ¿Tener al finado tan cerca como para que se le pueda tocar y oler? Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. Ya era difícil ver a un muerto a través de una ventana de cristal, ¿qué noche íbamos a pasar si Clara no se tenía en pie sin tener contacto visual con su padre?

Nunca había estado en un velatorio en casa, los tanatorios siempre me habían resultado sitios más asépticos y apropiados. Además eran terreno neutral. En tu propio hogar, se juntaban los fantasmas del pasado con los actuales y entre el sonido de rezos y rosarios podías oír además las almas saludándose después de tanto tiempo... Espeluznante.

No me acerqué a menos de dos metros del féretro. Había tenido ya mi ración de cruel realidad por ese día. Así que, aprovechando que mis padres habían venido a velar y aunque me ofrecieron muy amablemente la cama del abuelo, me fui con mi madre al coche de mis padres para dormir un poco. Eran las cuatro de la mañana.

La casa del abuelo era una de esas casas bajas de pueblo con su pequeño patio y su murete alto. Mis padres habían aparcado su coche enfrente del edificio que había al lado de la casa. Un edificio de dos plantas que a oscuras no me decía nada. 
Mi madre y yo nos metimos en el coche, ella en el lado del conductor y yo en el lado del copiloto. Nos sentamos delante porque eran asientos totalmente reclinables y resultaban más cómodos para dormir.
Después de compartir impresiones sobre el ambiente de dentro de la casa, nos dimos las buenas noches y nos dimos la vuelta para estar espalda contra espalda, aunque sin rozarnos. 
Por mi ventanilla podía medio ver el edificio alto. Cerré los ojos y vi el edificio delante con una ventana en su segundo piso por el que se asomaba una pequeña figura humana. Una niña morena de unos seis años, vestida con un camisón blanco y sucio hasta los pies, los cabellos largos, la piel pálida como la luna y unos ojos negros, brillantes por las lágrimas que dejaron sus mejillas llenas de churretes... Y extendió su pequeña mano hacia mí...
Sin abrir los ojos, me di la vuelta bruscamente mirando hacia el lado en el que dormía mi madre y entonces abrí los ojos. Allí estaba mi madre que se había girado alertada por el alboroto que había montado al cambiar mi posición.
-¿Estás bien, hija?
-Sí, es que tardo en pillar la posición para dormir.
Mientras mi madre volvía a dormirse, yo creaba campos floridos en mi cabeza para olvidar esa llamada de auxilio. El sueño me alcanzó.

-Ha sido una ceremonia muy bonita, aunque he temido por tu madre cuando metían el ataúd en el agujero, creía que se tiraría dentro.
-Casi lo hace.
Era un día brillante, cálido y Juan y yo volvíamos a nuestra casa. La música puesta y en silencio. Cada uno pensando en sus cosas. Y a mi memoria regresó el recuerdo de la pequeña de ojos negros.
-Ayer me pasó una cosa muy curiosa mientras trataba de dormir en el coche. Vi a una niña pequeña, morena,...
-¿De unos seis años, en camisón? 
El sol pareció más apagarse un poco.
-¿Qué sabes de eso?
-Dicen en el pueblo que hace muchos años, desapareció esa niña. La estuvieron buscando por todas partes, incluso en el río que hay más abajo. Pero nunca apareció. Sospechan que la raptó y asesinó el pastor del pueblo, que era propietario del pajar que has visto al lado de la casa de mi abuelo. ¿Te dijo algo?
-Ayúdame...



Historia basada en hechos reales.